Atarraya | Muestra poética Clyo Mendoza: Silencio

Atarraya | Muestra poética

Clyo Mendoza: Silencio

 

 

Una mujer sin vida, lanzada al río en pedazos (por el esposo). Una mujer conoce el mar, luego de corriente abajo (en pedazos). Una mujer es golpeada por su padre, luego marcada para matrimonio. Esa mujer, cuando su nacimiento, su madre temió por su sexo, su cuerpo de mujer. Esa mujer, hija, es encerrada por su padre, aislada a piedra y agua, un secuestro. Huérfana por embarazo, expulsada a su suerte, abandonada, los roles de cuidado son, tienen que ser únicamente femeninos. Una mujer alumbra un bebé, luego desaparece, nadie sabe más, todo es silencio.

Esta es la historia de Águeda, de su madre, de las mujeres en el sur de México, centro y norte. Clyo Mendoza (Oaxaca, 1993) escribe en su poemario Silencio (2018) sobre la violencia de género; una larga línea narrativa por la sangre, el maltrato, el crimen; horrores sistematizados, ocurridos sin mayor resonancia que la quietud del silencio. Todo es silencio, impunemente.

De Rulfo a Cristina Rivera Garza, el paisaje rural, sus afrentas, olvidos, testimonios son enunciados, reconstruidos sin afán de trivializar por la hablante “Quién soy para usar la voz de un muerto” (177); el espacio geográfico a la manera de Zurita está vivo por los restos, huesos suaves por el bálsamo del mar, acunados en la arena, las playas de Chile son también las barrancas de sierras madres occidental y sur ocupadas por gritos de cabras que se pierden a morir lejos de todo, del cuchillo, del hambre, del miedo —incluso fronteras— mujeres que tienden camas, tallan pisos del otro lado del muro. Edna, Laura, María, abuso sexual, doméstico, laboral, remesas: huérfanos, niños y viejos: la mano de obra del narcotráfico en los poblados; en la sierra, jovencitos sicarios y también soldados apenas la estatura mínima enlistados en una guerra de ambos bandos: contarlos a todos como Sara Uribe, colectivamente, todos al mismo barranco. 

Águeda, la hablante, su madre, las y los hablantes de este relato firme entre la prosa poética y el verso que canta lo que Mendoza en una entrevista define como inexplicable “Ni la madre muerta, ni los muertos mismos, ni las voces de las mujeres que lloran en grupo a sus hijos podría ser explicativa...”  se oyen en una poética de resistencia, de obvia vinculación social que nos enseña que “todo lo que sangra puede también cantar” (164) y también, de una composición formal que mereció ganar el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2017.

 

Muestra poética

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En la cocina los muros se levantan. Mi madre muerde un pedazo de papa

mientras llora. No me atrevo a mirarla. Si aquí no se llora por qué ella

hunde su rostro en las lágrimas como en un sepulcro. Cállate, madre, o

vendrá él a callarte. No se lo digo.

 

Sorbo con ruido el agua para quitar el silencio de campo que nos ensarta.

 

 

Dentro de ella, joven pero mujer de muchos muertos, el veneno

corre como la lumbre sobre un bosque marchito. En el dolor llega la

ceguera, aparece después de sentir que su pupila es un grano de luz,

una pequeña hormiga de fuego brillando al atardecer sobre el agua.

 

Se embota la sangre en la punta de sus dedos, cientos de cuerpos le

nacen y le crecen dentro para reventarla. Cientos de mujeres como

ella misma se enfilan para caer de una piel a otra, de una piel a otra,

de una piel a otra, infinitamente.

 

Frente al espejo empuja la lengua afuera de la boca para mirarla.

La lengua ennegrecida se estría y es claro que cientos de cuerpos le

nacen copiosamente y se le enquistan, cientos de miles de mujeres

vencidas se le acumulan dentro como almenas.

 

Poco a poco su cuerpo se convierte en la inmensa planicie de una

playa y los cuerpos que le nacen y la hinchan son los montes y las

hendiduras que forma con arena el viento. También le nace el mar,

toma forma en ese territorio saturado. El mar le dice: Entra. Abre

bien los ojos.

 

 

Luego todo acabó. Sus venas se apagaron. Su vida se fue a la velo-

cidad exacta con que arrancó un puño de espinas del labio de un

perro, el día de la boda, el día de sus pechos y las azucenas, el amor

y tantas flores recién cortadas.

 

Sus pulmones se habían llenado de pájaros arrancados del cielo.

Qué fealdad y afuera los fuertes vientos, había sabor a naranja en

el vómito y un sabor a flor comestible.

 

El agua la lavó y le acomodó los huesos después de ese viaje largo.

Unos niños le dieron la mano, eran cuatro, sus sombras eran per-

fectas: caían en el mar que estaba sosegado y oleoso como el vómito

de un santo en ayuno, como la saliva limpia de un recién nacido.

 

Algunos peces pasaron junto a ella, la miraban; sus mentes regis-

traron que habían visto a una mujer cayendo y lo olvidaron.

 

Los niños entraron con ella en el mar, o lo que ella soñó que era el mar,

porque mientras estuvo viva, veintinueve años, sólo había sabido

del mar imaginándolo en las nubes de una sierra maciza y estéril.

 

 

Amnios

 

Hay casas que te hacen esto. Te agobian, te embrutecen. Hay casas

así. Nadie sabe lo que ha sucedido antes en ellas. Casas como ésta, en

la que deambulan voces de viejos que siempre han estado en cama,

que siempre han sido viejos; casas con crujidos del mar abriendo las

montañas, de viento mostrando su ruido de alma indefinida. Casas

donde el cuerpo del cautivo estará solo, absorto en el ritual del cora-

zón y en la memoria. Pero en la rutina de cuidar que el estómago no

se digiera a sí mismo, que una idea no se confunda con una evoca-

ción, que soñar no sea confuso, siempre se puede estar a solas, por-

que todos tienen miedo de entrar en casas como ésta: habitadas, por

ejemplo, por una niña triste y por una muerta en llamas.

 

 

De mi madre recuerdo su sonrisa de dientes cariados. Recuerdo que se

sentaba lejos de la cocina a comer discretamente un taco. Que servía y

se retiraba, y el único trozo de carne era para los hombres. De mi madre

recuerdo que se lamía los dedos después de tender la carne en la sartén,

que hacía el amor a pesar de todo, y en su rostro nunca era difícil dis-

tinguir la risa del llanto. Recuerdo que mi padre era una sombra que la

atravesaba y desaparecía. Recuerdo que me contuve decenas de veces de

bajar de la litera y abrazarla como quería que me abrazara, pero me daba

miedo su furia, sus celos, me daba miedo mi padre desnudo.

 

 

Un eco retenía la voz de mi padre:

—Te vas al Norte mañana.

 

Sabía que moriría allá a manos de mis esposos,

si es que llegaban a desposarme,

si no es que me ponían en una jaula a bailar desnuda

y me cambiaban de nombre.

 

Mi padre estaba enfrente, había callado hacía minutos,

pero su eco seguía pateando:

—No vas a volver.

 

Sentí un tremendo vacío en las manos, qué amplias eran.

Y luego nacieron ahí terrenos de árboles y sus sombras,

qué amplias eran.

 

Mi padre gritaba enfrente:

—Te vas mañana y no vuelves.

 

El viento repasaba mis dedos

como si fueran valles.

 

Los árboles se mecían

y yo dije:

—No puedo.

 

Mi padre lanzó un golpe y el golpe cayó sobre viejos golpes,

pero cuando ponía las manos sobre mi rostro

yo ya respiraba de un valle,

pero cuando miraba sus manos

el cielo caía de las llanuras y yo ahí estaba.

 

Por qué, dijo el eco de mi padre.

 

—Voy a tener un hijo.

 

Y en la posición prona con la que los animales nacen

miré hacia adentro y deseé que fuera cierto

mi vientre dispuso

y aun sobre el golpe

escuché un corazón como un grillo.

 

 

Había escuchado la conversación que mi padre tenía con otros hombres.

Escuché que iba a casarme con un hombre igual a él, en el Norte.

Brindaba y desbordaba el vaso del alcohol con su mareo. Que le habían

dado más dinero que cualquier dote, que iba a olvidarme allá, por fin.

Mi padre pensaba que una virgen es apenas una mujer, pero menos que

eso es un animal más para la caza. Orgulloso, mi padre, me había ofer-

tado. Pero yo ya era sólo un animal, listo para la huida. Había perdido

todo lo que me daba valor en este lugar donde un autobús se vuelca y

corren las turbas a saquearlo, había unido los ombligos, como dicen que cae

una mujer encinta. Sería un animal descalzo, pero no herido. Me iría con

Pedro. Mi padre iba a escupirme y luego me abriría la puerta. Jamás

vendría por mí, jamás. Iría a mirar a esos hijos suyos hasta la muerte: con-

templándolos para apreciar que mientras crecían más se parecían a él.

Diría, como dice siempre, que ahora chillaban, pero luego serían futuros

hombres para las armas. Yo iba a irme. Habría una peregrinación con mi

cuerpo de animal de campo, llevaría a mi hijo sin vergüenza en la marcha.

Las ancianas me mirarían con recelo pero en el fondo de sus ojos yo

adivinaría su contento y su triunfo. Pedro vendría conmigo, me lo había

dicho, caminaríamos hasta el derrumbe y con nuestros cuerpos haríamos

un templo, una pequeña casa.

 

 

 

Todo en el mundo de allá consiste en defenderse de la muerte, pero la

muerte pasa desapercibida en este mar donde todo vive o vibra. Hasta los

cuerpos muertos desaparecen, se hunden o son tragados por animales que

estuvieron en el mundo mucho antes que los hombres. En el material de

las ostras podrían estar mis dientes. En el material de una perla podrían

estar mis huesos, porque mi esposo arrojó mi cuerpo en un río. Iba en

pedazos y desaparecí tragada por la corriente, mamíferos y animales

de agua. Bajé, sigo bajando. La presión me ensordece. El agua empuja

mi oído para abrirlo, empuja fuerte, golpea. Mis oídos se cierran y la sal

nubla mi vista.

 

Mientras moría me pregunté: Y yo qué soy.

(El agua empuja fuerte. Va a abrirme.)

Y yo qué soy si siempre estuve construida a partir de mis heridas.

 

 

Estoy tan limpia. Tan limpia.

 

 

Clyo Mendoza, Silencio
Portada de Silencio, a la derecha Clyo Mendoza, 2018. Fotografía: Diego Moreno

 

 

Nota

La esvástica que aparece en la presente publicación, mantiene la intención original de la autora que en una nota aclaratoria (181) explica cómo este símbolo en la antigüedad “representaba, entre muchas otras cosas de carácter positivo, la buena suerte, la fertilidad, la puerta al nacimiento y al apacible camino de la muerte”, entonces a manera de la propia autora —llámenle superstición si quieren—  es desearle “buena suerte en el camino” a los personajes, que basados en hechos reales, fueron víctimas de la violencia y sus innumerables formas.

Por otra parte, Ignacio Ballester Pardo, doctor-investigador en Poesía Mexicana Contemporánea, las esvásticas son “marcas […] que, difícilmente, dejamos de interpretar como violencia extrema”. Compartiendo lectura, se ha decidido su uso para separar los textos que integran esta muestra poética, sin obviar por supuesto, todas las lecturas posibles de dicho símbolo.

 

Bibliografía

Mendoza, Clyo, Silencio, FOEM, México, 2018

Recursos electrónicos

Ballester Pardo, Ignacio. Entrevista Clyo Mendoza «Construyo los libros caracterizando las voces líricas como si fueran personajes de una novela» (2019, 23 de abril) Bitácora de vuelos. Disponible en: <http://www.rdbitacoradevuelos.com.mx/2019/04/entrevista-clyo-mendoza-construyo-los.html> [Consulta: 2 de marzo de 2020]

Mendoza, Clyo, Silencio, FOEM, México, 2018. Fondo Editorial Estado de México, acervo digital. Disponible en: <http://ceape.edomex.gob.mx/content/silencio> [Consulta: 1 de marzo de 2020]

 

 

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