Muchacha en Café Anaconda por Said Ramírez

Muchacha en Café Anaconda

Said Ramírez

Y llegó el verano, el verano de Quito, que no se parecía al verano de ninguna otra parte. El calor y el frío comenzaron a dañar los nervios y el ánimo y las vidas privadas y los amoríos. El aire se llenó con resultados de partidos de fútbol, malas noticias y canciones dolientes; y las calles y los bares de personas emplazadas en una nebulosa de sensaciones. En esa ciudad no era posible, como lo había sido en México, dar un paseo prolongado y tranquilo a cualquier hora del día o de la noche, cruzar para admirar la vegetación –en ese momento muy verde- del Parque La Carolina, o sentarse en un café para ver pasar a la gente por la acera; se había instalado la ambivalente combinación de un sol prematuro y de pálida intensión, nubes preñadas, que empujadas por el ventarrón del verano, revelaban el fondo de una hiperclaridad congelante. Era una ciudad voluble, entregada por completo, al menos hasta donde mi percepción me permitía advertirlo, al tiempo que hacía; y sus ciudadanos –se veía gente en short y gente con pulóver- parecían dejar que el cuerpo tomará nota por todos los sentidos. Les importaba el tiempo que hacía ¿A quién no? Se arreglaban para la atmósfera.  Diariamente consultaban en el noticiero el pronóstico para el cielo. En concordancia elegían su atuendo: como veletas funcionaban. El tiempo que hacía ponía a un lado las diferencias sociales porque, más allá de las distancias étnicas y regionales, más allá de los temperamentos individuales, se acusaba en la ropa y en la piel.

Por las tardes, y en los fines de semana, solía visitar el café ubicado en el interior de la Casa de la Cultura, donde me sentaba, vacío, a la máquina de escribir; atrapado por ella pasaba horas sin conseguir nada, inmovilizado. Las teclas se movían perezosamente y golpeaban con un ruido sordo y seco; ciertamente se movían al ritmo con que avanzaba mi novela, sin vigor, a contramarcha, centímetro a centímetro, anquilosada, casi enteramente por el pulso de una voluntad mecánica. Apenas sabía ya cuál era el asunto de la novela, los personajes se me iban de las manos, acaso porque persistía en reinventarlos más allá de sus posibilidades, pero no podía abandonarla. No podía abandonarla ni podía terminarla; de ella dependía mi estadía en el país, el precio de aquella cercanía era la sensación de estar atrapado, como si en vez de un momento creativo fuera un momento emocional. Y ese sol finísimo me tenía supeditado en un limbo de inmediatez.

Pensaba en el horror de la soledad y en los vacíos de la vida cotidiana. Me aburría. Hasta el deseo de desear se agota, descubrí perezosamente. Pero le propondría el amor a la primera mujer deseable que entrará en el café. La pereza de la tarde nivelaba los movimientos de los transeúntes, de los autos, al ritmo demorado que ciertas cámaras imprimían a las secuencias cinematográficas. El pavimento, resplandecido por el calor, sudaba un vaporcillo leve que frenaba la velocidad de los cuerpos y retrasaba los relojes, como si un aparato invisible proyectara, fuera de su espacio y su tiempo propios, algo que hubiera transcurrido en otra parte y en otra secuencia temporal. En esa penetrabilidad de la tarde se colaban cipreses y álamos, un sol pálido, casas ocres, gatos que bostezaban y se estiraban, hiedras que se adherían a las estatuas del Parque El Ejido, pinos rojos, centauros en su cortejo y amoríos con las ninfas desde los altos muros de la Puerta de La Circasiana. Un poco ebrio de todo eso, escribí como si soñara. O soñaba como si escribiera. Descubrí, por fin, que ninguna otra enunciación importaría. Ella le dijo suavemente -en una mezcla deliciosamente torpe de italiano y español-: “Acompáñame”. Un chorro de palabras desubicadas interfería: “Supe siempre que tenía que entender una frase importante que alguien había dicho, pero se me había olvidado lo que era”. Alrededor de las palabras había cadáveres que flotaban en el mar. También había una balsa, una isla que se alejaba, una mujer que se llamaba Beatriz pero que me recordaba a Silva Koscina y un hombre –un joven escritor becado para escribir una novela en el país de los volcanes- que tal vez podía ser yo. Pero la interferencia era instantánea y la intimidad de la voz que decía: “Acompáñame” desplazaba esa desordenada proliferación de la memoria. Atrapado en la tibia cercanía de una sola palabra, recorrió Ecuador, tras la mujer, como un alucinado. La amó entre innumerables cojines rojos. Había en la pared flores exóticas con nombres endémicos: Orquídeas, Palmas, Passiflora Andina, Guayabillo. Y paisajes: el Golfo de Guayaquil: el Río Guayas: manglares envueltos en cabelleras fantasmales, transitados por un viento lleno de pájaros conducidos mansamente al ojo de la tormenta; lianas y manglares, bóvedas abiertas en la selva, grutas y puentes naturales tendidos entre las rocas, pelícanos, serpientes y fragatas, lagartos y garzas, revelado todo en el resplandor instantáneo que volvía uno sólo los espacios de la tierra y el cielo y, al cesar, abandonó el paisaje al vasto halo platinado de la luna, que hacía más audible la secreta respiración del tigre en la fronda nocturna. Le había dicho, al despedirse: “No te acuerdes demasiado de nada. Ni siquiera de este encuentro. No es lo cotidiano, pero tampoco lo extraordinario. Aprende a ejercitar el olvido. Es tan sólo el revés de la memoria. No hay que temerle. Entrégate al olvido como te has entregado a mí: apasionadamente”. Y descendió unos escalones anchos, de peldaños agrietados, rotos, que ya no recordaba haberle visto subir. En el corredor de la ecovía, miró con nostalgia apresurada la vida circundante en El Ejido, se volvió cuando el autobús articulado se puso en marcha; la imagen de la mujer quedó empequeñecida, casi soterrada, por la distancia. Corrió entonces al parque sin mirar hacia atrás. Ahora se perseguía a sí mismo, persiguiendo la imagen cada vez más borrosa de un hombre que escribía una novela en el Café Anaconda; recogía las hojas desperdigadas sobre la mesa de cristal y las lanzaba, una por una, al río. En esa ciudad sin río sólo había un lago artificial, que recorrían las parejas en bicicletas acuáticas: una remembranza de las docenas de ciénagas que el inca Huayna Cápac mandó a construir para su recreo y que se secaron con el paso de los años. La muchacha italiana había venido a sentarse a mi mesa y era ella quien había dicho: “¿Te acompaño?” Era ella la que había pedido cocteles helados, mientras yo recordaba vagamente que estaba escribiendo una novela, en aquel café.